feo
feo: adj. Que carece de belleza y no resulta agradable de contemplar
Verán, servidor de ustedes, aunque se considera una persona de mundo despojado de territorialismos y muy desafectado por el terruño que le vio nacer, es oriundo de una de las más hermosas ciudades del Orbe y, claro, Valladolid le parece un sitio feo.
Pero feo, feo. Feo de verdad.
Creo que no me equivoco si pienso que hasta el mayor enamorado de la ciudad del Pisuerga convendrá conmigo en que aunque piense que Valladolid es una ciudad bonita -créanme, lo he oído-, en todo caso sería una belleza de las difíciles.
No vayan a pensar que esto es un guantazo en la cara de las gentes vallisoletanas. Hay preciosas ciudades que me dan una pereza horrible, como Praga o majestuosas urbes que me aburren soberanamente, como San Petersburgo. Sitios que, una vez vistos, se puede pasar el resto de una vida sin sentir la más mínima necesidad de volver.
Por el contrario también está el extremo opuesto. Lugares feos con un poderoso atractivo que hace que la posibilidad de retornar sea uno de esos impulsos vitales que a uno le mantienen con cierta chispa. Sitios como el East Berlin, el Oporto más profundo, la Roma más decadente, los barrios más abigarrados de Tokyo o, tal vez -y que los dioses me perdonen-, salvando todas las distancias, Valladolid.
Porque este remoto enclave perdido en la inmensidad de la llana, árida y cuasi desértica estepa mesetaria es un lugar feo, horroroso, pero tiene sus atractivos.
Para quien les escribe no son precisamente las trazas de lo que un día fue esta palaciega ciudad, los vestigios de un bello pasado, el rastro de un espléndido ayer. No.
Tampoco lo son los nuevos hitos como el monumental artefacto que hace las veces de Auditorio diseñado por el insigne Bofill. Ni la plasticosa cúpula del Milenio diseñada -es un decir- por el inefable Ruíz Geli. Por supuesto no lo es el muy cuestionable edificio de Hacienda ni la grotesca sede de la Seguridad Social… o la esperpéntica rotonda dedicada al cine.
En cambio esta ciudad fea tiene mucho que ofrecer a los que sentimos esa arrebatadora llamada de la arquitectura de calidad. Maravillosas piezas de Fisac, soberbias intervenciones en patrimonio casi arruinado, poéticas realizaciones en hormigón puro y duro, inteligentes interiorismos donde la falta de recursos se suple con el exceso de talento, refinados centros cívicos, complejas residencias, elegantes museos, colegios dignos de estar en Basilea, exquisitas viviendas…
Así mismo su fealdad tomada en el más extenso, profundo y literal sentido de la palabra en ocasiones se vuelve, en cierta manera, fascinante.
Rincones, lugares y no lugares, edificios abandonados y no abandonados, barrios imposibles propios de Manila y bloques abominables que, dicen, destruyeron la ciudad pero que no se puede negar que tengan un pérfido y desasosegante atractivo.
Yo viví un par de años en uno de ellos y al levantar la persiana, por alguna razón, me sentía en Rotterdam.
Es lo que hay.